domingo, 29 de marzo de 2009

Bartleby, el escribiente. Herman Melville.

"En fin, mi primer negocio, el de gestor de traspasos de bienes inmuebles, buscador de títulos de propiedad y redactor de documen­tos oscuros de todo tipo, se vio incrementado considerablemente al aceptar la oficina del Secretario del Tribunal de la Equidad. Ahora sí que había mucho trabajo para los escribientes. No se trataba solo de exigirles más a los empleados que ya estaban conmigo, sino que debía conseguir ayuda adicional. En respuesta a mi anuncio, una mañana apareció un joven apacible ante las puertas de la oficina, que al ser verano estaban abiertas. Todavía puedo ver aquella figura, pálidamente pulcra, lastimosa­mente respetable, incorregiblemente desolada. ¡Ese era Bartleby!"

sábado, 28 de marzo de 2009

Sauce ciego, mujer dormida. Haruki Murakami.


"Mis amigos también contaban, más o menos, con la mis­ma edad. Veintisiete, veintiocho, veintinueve años... Una edad poco adecuada para morir. Los poetas mueren a los veintiún años; los revolucionarios y las estrellas del rock, a los veinti­cuatro. Una vez superada esa edad parece que, de momento, estés a salvo. Como mínimo, eso es lo que presupone la ma­yoría de la gente. Ya has dejado atrás la legendaria curva fatí­dica, ya has cruzado el túnel lúgubre y oscuro. Tienes por de­lante una recta autopista de seis carriles por la que (aunque no te apetezca demasiado) puedes volar hacia tu destino. Te cortas el pelo, te afeitas todas las mañanas. Ya no eres poeta, ni revo­lucionario, ni estrella del rock. Ya no duermes la borrachera dentro de una cabina telefónica, ni bebes hasta perder el sen­tido, ni escuchas ningún LP de los Doors a todo volumen a las cuatro de la madrugada. Has suscrito un seguro de vida por conveniencia, has empezado a beber en los bares de los hoteles, desgravas de los impuestos la factura del dentista. Porque tú ya tienes veintiocho años."

domingo, 15 de marzo de 2009

Madame Bovary. Gustave Flaubert

"-¡Desde luego que tengo una religión, la mía, e incluso puedo decir que soy más religioso que todos ellos juntos con sus mojigangas y sus charlatanerías! ¡Yo, por el contrario, adoro a Dios! ¡Yo creo en el Ser Supremo, en un Creador, cualquiera que sea, poco importa, que nos ha puesto aquí abajo para que cumplamos con nuestros deberes de ciudadanos y de padres de familia, pero no tengo necesidad de ir a una iglesia a besar bandejas de plata y a engordar con mi bolsillo a un hatajo de farsantes que se alimentan mejor que nosotros! Porque a ese Dios se le puede honrar de igual modo en un bosque, en el campo, y hasta contemplando la bóveda celeste, como hacían los anti­guos. Mi Dios, el mío, es el Dios de Sócrates, el de Franklin, el de Voltaire y el de Béranger! ¡Yo estoy a favor de la Profesión de fe del vicario saboyano y de los inmortales principios del ochenta y nueve! De modo que no admito a esa clase de Dios que se pasea por un jardín bastón en mano, aloja a sus amigos en el vientre de las ballenas, muere exhalando un grito y resucita al cabo de tres días: cosas todas absurdas en sí mismas y en abierta pugna, además, con todas las leyes de la física; lo que nos demuestra, dicho sea de paso, que los curas siempre han estado sumidos en la más ignominiosa ignorancia y que se em­peñan en hundir con ellos a la gente."

viernes, 6 de marzo de 2009

Un día en la vida de Iván Denisovich. A. Solzhenitsin

"Los del servicio de contraespionaje le pegaron muchas veces. Shujov llegó a una sencilla conclusión: si no firmas te darán el pijama de madera; si firmas, al menos consegui­rás vivir otro poco. Firmó.
En realidad, las cosas ocurrieron así: en febrero de 1942 encerraron a todo el ejército en una bolsa del frente, y de los aviones ya no tiraban comida, pues no debían quedar aviones. Llegaron incluso a raspar los cascos de los caba­llos que reventaron, mezclando luego esa materia córnea con agua, para comérsela. Tampoco había con qué dispa­rar. Así, los alemanes los cazaron en grupos a través de los bosques, haciéndolos prisioneros. Con uno de estos gru­pos, Shujov estuvo unos días en cautiverio, aún dentro de los bosques, y luego se escapó con otros cuatro. Ocultán­dose en los bosques y los pantanos, encontraron al fin, como por milagro, las propias tropas. Un tirador de ame­tralladoras segó a dos de ellos allí mismo, el tercero murió a consecuencia de las heridas; los dos restantes consiguie­ron pasarse. Habría sido mejor decir que se perdieron en los bosques, y no hubiera ocurrido nada. Pero ellos confe­saron abiertamente: prisioneros de los alemanes. ¿Conque prisioneros? ¡Hijitos de puta! Son agentes fascistas. Si hu­bieran sido cinco, se habrían comparado sus declaraciones, y les habrían creído, pero siendo dos, ¡imposible! Los muy canallas se han puesto perfectamente de acuerdo en esa historia de la fuga."