miércoles, 24 de junio de 2009

La isla del Tesoro. Robert Louis Stevenson

"El papel había sido lacrado en varios lugares con un dedal a modo de sello; el mismo dedal, segura­mente, que encontré en el bolsillo del capitán. El doc­tor rompió los sellos con sumo cuidado: dentro ha­bía el mapa de una isla con indicaciones de latitud y longitud, sondeos, nombres de cerros, bahías y ense­nadas, y todos los detalles necesarios para conducir un barco a un fondeadero seguro de sus costas. La isla tenía aproximadamente nueve millas de largo y cinco de ancho, y una forma que se podría describir como un gran dragón rampante, con dos buenos puertos na­turales y un monte en el centro denominado cerro del Catalejo. Se veían también unas cuantas anotaciones de fecha posterior y, lo más importante de todo, tres cruces en tinta roja, dos en la parte norte de la isla y una en el sudoeste y, junto a esta última, también en tinta roja y en letra clara y pequeña, muy distinta de los tos­cos caracteres del capitán, estas palabras: «Aquí el grue­so del tesoro»."

domingo, 21 de junio de 2009

Emma. Jane Austen

"EMMA WOODHOUSE, bella, inteligente y rica, con una familia aco­modada y un buen carácter, parecía reunir en su persona los mejores dones de la existencia; y había vivido cerca de veintiún años sin que casi nada la afligiera o la enojase.

Era la menor de las dos hijas de un padre muy cariñoso e in­dulgente y, como consecuencia de la boda de su hermana, desde muy joven había tenido que hacer de ama de casa. Hacía ya demasiado tiempo que su madre había muerto para que ella conser­vase algo más que un confuso recuerdo de sus caricias, y había ocu­pado su lugar una institutriz, mujer de gran corazón, que se había hecho querer casi como una madre.

La señorita Taylor había estado dieciséis años con la Jamilia del señor Wodhouse, más como amiga que como institutriz, y muy encariñada con las dos hijas, pero sobre todo con Emma. La in­timidad que había entre ellas era más de hermanas que de otra cosa. Aun antes de que la señorita Taylor cesara en sus funciones nominales de institutriz, la blandura de su carácter raras veces le permitía imponer una prohibición; y entonces, que hacía ya tiem­po que había desaparecido la sombra de su autoridad, habían se­guido viviendo juntas como amigas, muy unidas la una a la otra, y Emma haciendo siempre lo que quería; teniendo en gran estima el criterio de la señorita Taylor, pero rigiéndose fundamentalmente por el suyo propio.

Lo cierto era que los verdaderos peligros de la situación de Emma eran, de una parte, que en todo podía hacer su voluntad, y de otra, que era propensa a tener una idea demasiado buena de sí misma; éstas eran las desventajas que amenazaban mezclarse con sus muchas cualidades. Sin embargo, por el momento el peligro era tan imperceptible que en modo alguno podían considerarse como incon­venientes suyos."

lunes, 8 de junio de 2009

La isla del fin de la suerte. Lorenzo Silva

"Hechas las presentaciones, corresponde decir adónde nos dirigíamos. Se me permitirá que no dé el nombre exacto, no sólo por razones de confidencialidad, sino por no incurrir en esa manía odiosa de apabullar al personal con topónimos exóticos. Se me revuelven las tripas cuando alguien me dice: «Oh, sí, estuvimos en Cliffordshire, qué lugar, ¿no lo conoces?». La cosa me revienta, sobre todo, porque el que lo dice sabe que no has estado nunca, y porque casi siempre sigue la exhibición de las fotos (si están disponibles), una breve o extensa descripción de los matices del paisaje que las fotos no muestran, una caracterización meteorológica de la zona («allí llueve siempre, pero nos hizo un tiempo magnífico») y la prolija exposición de todos los tesoros de la gastronomía local que el pelmazo de turno pudo degustar. Así que sólo indicaré que, apenas se separó del suelo, el helicóptero apuntó hacia el este, luego describió un giro de noventa grados (no diré hacia dónde) y puso rumbo a una diminuta isla del Báltico. ¿Cuál? Una de tantas próximas a la costa sueca de dicho mar, aunque lo bastante aislada como para hallarse a unas treinta millas de cualquier pedazo de tierra habitada."

sábado, 6 de junio de 2009

Delta de Venus. Anaïs Nin.

"En la playa, el fresco nos aplacó. Nos echamos en la arena, oyendo aún el ritmo del jazz desde lejos, como un corazón latiendo, como un pene palpitando dentro de una mujer, y mientras las olas rompían a nuestros pies, las olas dentro de nosotros nos impulsaban el uno contra el otro, hasta que llegamos al orgasmo, revolcándonos en la arena, siguiendo el ritmo del jazz.
Marcel también recordaba aquello.
- ¡Qué maravilloso verano! -dijo-. Creo que todo el mundo sabía que era la última gota de placer."

viernes, 5 de junio de 2009

Memoria y esperanza. Mario Benedetti.

"¿Qué queda para los jóvenes izquierdistas en este mundo donde todos se desviven por ser centristas? En primer término, extraerse de la derrota y no olvi­dar de dejar en el fondo de ese pozo los dogmatis­mos, los esquemas, las rígidas estructuras que im­piden su desarrollo y atrofian sus radares. Análisis no es obligatoriamente contricción. Después de todo, es preferible haberse equivocado en medio de la brega por la justicia que haber acertado en la lisonja del Imperio. La verdad es que siempre les queda a los jóvenes mucho, muchísimo por hacer; segura­mente con distintos métodos y argumentos, pero con la herramienta imprescindible, que es el hombre."

El viento de la luna. Antonio Muñoz Molina

"... Para ser quien imagino que soy o aquel en quien quisiera convertirme tengo que huir y tengo que esconderme. Me escondo en mi habitación del últi­mo piso y en la caseta del retrete o en el cobijo de las sá­banas, donde disfruto de mis dos placeres más secretos, mis dos vicios solitarios, el onanismo y la lectura. Los dos me dejan igual de enajenado, y muchas veces se ali­mentan entre sí. En el canto de algunos de mis libros hay una línea más oscura que indica el pasaje por don­de los he abierto con más frecuencia, el que me ha de­parado el punto exacto de estimulación. Escenas eróti­cas casi nunca explícitas, con un pormenor o dos que las vuelven irresistibles, y que me llevan infaliblemente a la crecida del deseo, a su control cuidadoso, a la pro­longación de un éxtasis que parece siempre el anticipo de una dulce ebriedad y se disuelve enseguida en disgusto y vergüenza.­"