viernes, 18 de septiembre de 2009

La esclusa número uno. Georges Simenon

"Cuando al día siguiente, a las seis de la mañana, se apeó Maigret del tranvía 13 y se dirigió hacia la esclusa. Émile Ducrau se encontraba ya en pie en el muelle de descarga, con la gorra de marino en la cabeza y un pesado bastón en la mano.
Al igual que las mañanas anteriores, existía en el am­biente, en la vida matinal de París, por la gracia de la primavera, una alegría pueril. Algunos objetos, ciertas per­sonas, las botellas de leche ante las puertas, la quesera con su delantal blanco junto a su puesto, el camión, de regreso de los mercados, sembrando las últimas hojas de coles, eran como otros tantos símbolos de quietud y de alegría de vivir.
¿Lo era también una ventana de la casa alta, cuya fa­chada doraba el sol, y donde la criada de los Ducrau sa­cudía las alfombras en el vacío? Tras ella, en la penumbra del salón, se adivinaba a madame Ducrau, yendo y vinien­do, con un pañuelo anudado a la cabeza.
En el segundo piso las persianas permanecían cerradas y podía imaginarse, rayado por el sol, el lecho de Rose, la amante, que dormía con los brazos cruzados, las axilas húmedas...
Ducrau, instalado de plano en la jornada, lanzó una úl­tima frase al patrón del barco que salía de la esclusa y se deslizaba en la corriente del Sena. Había visto a Maigret. Sacó del bolsillo un grueso reloj de oro."

martes, 15 de septiembre de 2009

Las tumbas de Saint-Denis. Alejandro Dumas

"-En 1793, yo había sido nombrado director del Museo de monumentos franceses y, como tal, estuve presente en la exhumación de los cadáveres de la aba­día de Saint-Denis, cuyo nombre los patriotas esclare­cidos habían cambiado por el de Franciale. Cuarenta años más tarde puedo contaros las extrañas cosas que caracterizaron esa profanación.
»El odio por el rey Luis XVI que habían consegui­do inspirar al pueblo, y que no había podido saciar el cadalso del 21 de enero, se remontó a los reyes de su raza: se quiso perseguir a la monarquía hasta su fuente, a los monarcas hasta su tumba, arrojar al viento las ce­nizas de sesenta reyes.
»Además, quizá hubo curiosidad por ver si los grandes tesoros que se pretendían encerrados en algu­nas de aquellas tumbas se habían conservado tan intac­tos como se decía.
»El pueblo se abalanzó, pues, sobre Saint-Denis.
»Entre el 6 y el 8 de agosto, destruyó cincuenta y una tumbas, la historia de doce siglos.
»Entonces el gobierno decidió regularizar aquel desorden, excavar por su propia cuenta las tumbas y heredar de la monarquía a la que acababa de herir de muerte en Luis XVI, su último representante."

domingo, 13 de septiembre de 2009

Nadja. André Breton

"Me dispongo a regresar a mi casa. Nadja me acompaña en el taxi. Permanecemos si­lenciosos durante un rato; luego, brusca­mente, me empieza a tutear:
-Un juego. Di algo. Cierras los ojos y di algo. Lo que sea: una cifra, un nombre de pila. Así (cierra los ojos). Dos... ¿Dos qué? Dos mujeres. ¿Cómo son esas dos mujeres? Vesti­das de negro. ¿Dónde están? En un parque... Y luego, ¿qué hacen? ¡Vamos, es muy fácil! ¿Por qué no quieres jugar? Bueno, yo me ha­blo a mí misma de esta manera cuando es­toy sola, y me cuento toda suerte de histo­rias. Y no solamente historias fútiles. Vivo enteramente de esta manera.(1)
Me separo de ella delante de mi casa. «¿Y yo, ahora...? ¿A dónde ir? Pero es tan senci­llo bajar lentamente hacia la calle Lafayette y el Faubourg-Poissonnière, empezar el re­greso hacia el lugar donde habíamos es­tado. »

(1) ¿No se llega aquí al último extremo de la aspi­ración surrealista, a su máxima idea limite?"

jueves, 10 de septiembre de 2009

Pietr-Le-Letton. Georges Simenon

"Desde Saint-Lazare al ayuntamiento hay bastante distan­cia: es preciso atravesar todo el centro de la villa y, entre las seis y las siete de la tarde, los transeúntes se desperdi­gan como un gran oleaje por las aceras, y los automóviles van por las calles a un ritmo tan acelerado como el de la sangre en las arterias.
Con los hombros encogidos, su trinchera atada por la cintura, manchado de barro, de grasa, sus zapatos con los tacones torcidos, chapoteaba tropezando, empujando, sin de­tenerse ni volverse.
Tomó el camino más corto, por la calle du 4 Septembre, a través de Les Halles, lo que probaba que conocía el ca­mino.
Alcanzó el barrio judío de París, cuyo núcleo está formado por la calle des Rosiers, rozó las tiendas con inscripciones en judeo-alemán, los mataderos clandestinos, los escaparates de pan ázimo.
En un recodo, cerca de un pasillo largo y estrecho, que se asemejaba a un túnel, una mujer quiso cogerle del brazo, pero lo soltó, impresionada, sin duda, sin que él hubiese dicho una palabra.
Al fin se detuvo en la calle du Roi-de-Sicile, irregular, bordeada de callejones sin salida, de callejuelas, de patios bulliciosos, semibarrio judío, semicolonia polaca ya, y, luego de doscientos metros, se sumergió en el pasillo de un hotel.
Unas letras de mayólica anunciaban Au Roi-de-Sicile.
Debajo se leían inscripciones en hebreo, en polaco y en otras lenguas incomprensibles; seguramente en ruso tam­bién.
Al lado se levantaba una obra, en la que se distinguían los restos de un inmueble al que había sido preciso apun­talar con la ayuda de unas vigas.
Seguía lloviendo. Pero el viento no penetraba hasta el pa­sadizo.
Maigret oyó el ruido de una ventana que, bruscamente, se cerraba en el tercer piso del hotel. No dudó más que el ruso, y entró."

miércoles, 9 de septiembre de 2009

París era una fiesta. Ernest Hemingway.

"Atravesando un brazo del Sena se llegaba a la Île Saint-Louis, con sus calles estrechas y sus viejas casas altas y hermosas, pero en vez de cruzar el río uno po­día doblar a la izquierda y caminar a lo largo de los muelles, viendo al otro lado toda la longitud de la Île Saint-Louis y luego la Cité con Notre-Dame.
En los puestos de libros que hay en el pretil de los muelles uno encontraba a veces libros americanos re­cién publicados, y los vendían muy baratos. Entonces el restaurant de La Tour d' Argent tenía encima unas cuantas habitaciones y las alquilaban ofreciendo un descuento en el restaurant, y si los inquilinos al mar­charse dejaban algún libro en la habitación, el valet de chambre los vendía a un puesto cercano y la dueña del puesto los daba por muy poco dinero. No tenía nin­guna confianza en los libros escritos en inglés, apenas pagaba nada por ellos, y los revendía por un beneficio mínimo, pero rápido."