domingo, 8 de febrero de 2009

El chino. Henning Mankell.


"Le llevó más de una hora llegar a la plaza de Tiananmen. Era la más grande que había visto en su vida. Se accedía a ella por un camino ­peatonal que discurría bajo Jiangumennei Daije. Rodeada de miles personas, empezó a caminar por la plaza. Por todas partes se veía gente haciendo fotografías y blandiendo banderitas y vendedores de agua y de tarjetas postales.

Se detuvo y miró a su alrededor. El cielo estaba brumoso, faltaba algo... Tardó un rato en caer en la cuenta.
Pajarillos. O palomas. No había ni rastro; sin embargo, sí había gente por todas partes, gente que advertía tan escasamente su presencia como notaría su repentina desaparición.
Recordaba las imágenes de 1989, cuando los estudiantes manifestaron sus exigencias de mayor libertad de pensamiento y de expresión, y el desenlace, cuando los carros de combate entraron rodando en la plaza masacrando a muchos de los manifestantes. «Aquí hubo una vez un hombre con una bolsa de plástico blanca en la mano», se dijo. «Todo el mundo lo vio por televisión, conteniendo el aliento. Se colocó ante un carro de combate y se negó a retirarse. Como un pequeño e insignificante soldado de plomo, su figura concretaba toda la oposición que un ser humano es capaz de concitar. Cuando intentaban pasar a su lado, el hombre se cambiaba de sitio. Birgitta no sabía qué sucedió al final, ­pues jamás vio esa imagen. Sí sabía, en cambio, que cuantos habían ­muerto aplastados por los carros de combate o por los disparos de los soldados eran personas de carne y hueso."

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