viernes, 9 de julio de 2010

Las intermitencias de la muerte. José Saramago

"Finalmente, last but not least, la iglesia católica, apostólica y romana tenía muchos motivos para estar satisfecha consigo misma. Convencida desde el principio de que la abolición de la muerte sólo podría haber sido obra del diablo y de que para ayudar a dios contra las obras del demonio nada es más poderoso que la perseverancia en las preces, puso de lado la virtud de la modestia que con no pequeño esfuerzo y sacrificio ordinariamente cultivaba, para felicitarse, sin reservas, por el éxito de la campaña nacional de oraciones cuyo objetivo, recordémoslo, fue rogar al señor dios que providenciase el regreso de la muerte lo más rápidamente posible para ahorrarle a la pobre humanidad los peores horrores, fin de la cita. Las preces tardaron casi ocho meses en llegar al cielo, pero hay que pensar que sólo para llegar al planeta marte necesitamos seis, y el cielo, como es fácil de imaginar, deberá estar mucho más allá, a trece mil millones de años luz de distancia de la tierra, en números redondos. En la legítima satisfacción de la iglesia había, sin embargo, una sombra negra. Discutían los teólogos, y no se ponían de acuerdo, acerca de las razones que indujeron a dios a mandar regresar súbitamente a la muerte, sin ni siquiera dar tiempo de llevar la extremaunción a los sesenta mil moribundos que, privados de la gracia del último sacramento, habían expirado en menos que cuesta decirlo. La duda de que dios tendría autoridad sobre la muerte o, por el contrario, la muerte sería el superior jerárquico de dios, torturaba en sordina las mentes y los corazones del santo instituto, donde aquella osada afirmación de que dios y la muerte eran las dos caras de la misma moneda fue considerada, más que una herejía, abominable sacrilegio. Esto era lo que se vivía por dentro. A los ojos del mundo lo que le preocupaba realmente a la iglesia era su participación en el funeral de la reina madre. Ahora que los sesenta y dos mil muertos comunes ya descansaban en sus últimas moradas y no entorpecían el tráfico de la ciudad, llegaba la hora de llevar a la veneranda señora, convenientemente encerrada en su ataúd de plomo, al panteón real. Como los periódicos no se olvidaron de escribir, se pasaba una página de la historia."

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