"De hecho, la isla de Falster se encontraba por debajo del nivel del mar y solo existía en la conciencia de la gente porque esta se negaba a creer otra cosa. Pero cuando ya no conseguían mantenerse erguidos por más tiempo y se iban a dormir, el agua subía lentamente, anegando diques y campos y bosques y pueblos, llevándose la tierra de vuelta al mar Báltico. Yo me quedaba despierto viendo cómo llegaba, y miraba por la ventana hacia el agua negra que llenaba el jardín. Los peces nadaban entre las casas y los árboles y, a lo lejos, Nykobing atravesaba la noche como un crucero. El cielo estaba cubierto de estrellas de mar y yo hablaba hasta dormirme. Con la luz de la mañana llegaba la bajamar, y el agua descendía y se retiraba. Mientras, la gente despertaba en sus camas y se levantaba y todos pasaban, un día más, tratando de convencerse los unos a los otros de que realmente existían, y de que Falster existía, y de que todo aparecía en el mapa. La ciudad olía a mar y a pescado, había algas y medusas varadas en las calles. Y yo, de vez en cuando, encontraba alguna concha o algún fósil de erizo de mar y los guardaba en el cajón junto con todas las demás pruebas de que, efectivamente, la Atlántida existía."
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