
Al igual que las mañanas anteriores, existía en el ambiente, en la vida matinal de París, por la gracia de la primavera, una alegría pueril. Algunos objetos, ciertas personas, las botellas de leche ante las puertas, la quesera con su delantal blanco junto a su puesto, el camión, de regreso de los mercados, sembrando las últimas hojas de coles, eran como otros tantos símbolos de quietud y de alegría de vivir.
¿Lo era también una ventana de la casa alta, cuya fachada doraba el sol, y donde la criada de los Ducrau sacudía las alfombras en el vacío? Tras ella, en la penumbra del salón, se adivinaba a madame Ducrau, yendo y viniendo, con un pañuelo anudado a la cabeza.
En el segundo piso las persianas permanecían cerradas y podía imaginarse, rayado por el sol, el lecho de Rose, la amante, que dormía con los brazos cruzados, las axilas húmedas...
Ducrau, instalado de plano en la jornada, lanzó una última frase al patrón del barco que salía de la esclusa y se deslizaba en la corriente del Sena. Había visto a Maigret. Sacó del bolsillo un grueso reloj de oro."